El proyecto, autorizado durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, que pretende conectar la Cuenca Pérmica de Texas con Asia a través del norte mexicano, no es un tecnicismo lejano ni una cifra en un PowerPoint corporativo. Es un gasoducto de más de 800 kilómetros atravesando ecosistemas vulnerables, una terminal de licuefacción que ocuparía un espacio equivalente a 6 mil canchas de fútbol, y una flota de buques metaneros circulando de forma constante por una de las áreas marinas más ricas del planeta. Hablamos de un punto neurálgico en biodiversidad, hogar del 39% de los cetáceos del mundo, y que México ha presumido como Patrimonio de la Humanidad.
Mientras las autoridades federales entonan discursos de transición energética, Saguaro va en dirección contraria. Este gas, que algunos intentan maquillar como “natural”, no tiene nada de inocente: más de 73 millones de toneladas de CO₂ al año serían emitidas por el proyecto, más que todo lo que contaminan juntos países enteros como Suecia y Portugal. En tiempos de emergencia climática, esta apuesta es un crimen ambiental con fecha y firma.
Y no, no estamos ante una historia sin resistencia. El megaproyecto enfrenta al menos cinco suspensiones judiciales, amparos promovidos por comunidades y organizaciones que entienden que lo que está en juego no es sólo una costa, sino un modelo de país. La campaña Ballenas o Gas ha logrado articular a pescadores, pueblos originarios, operadores turísticos y defensores del medio ambiente en una causa común: detener la destrucción antes de que sea irreversible.
La defensa del Golfo de California no es un capricho ambientalista ni un freno al desarrollo. Es un llamado a redefinir lo que entendemos por progreso. ¿Qué clase de modernidad nos condena a hipotecar nuestros ecosistemas y nuestra salud? ¿Qué tipo de liderazgo apuesta por el pasado fósil mientras el futuro clama soluciones limpias y justas?
Saguaro es apenas una ficha en un tablero mucho más grande. Otros proyectos similares —como AMIGO LNG, Vista Pacífico o los gasoductos Sierra Madre y Corredor Norte— configuran lo que muchas comunidades ya nombran como el corredor de muerte del norte de México. Un complejo energético disfrazado de inversión que viola acuerdos internacionales como el de París y el de Escazú, y que desconoce el derecho a la consulta, al agua, a la salud y a un ambiente sano.
Frente a este panorama, la sociedad civil vuelve a ser la última línea de defensa. Con argumentos científicos, acciones legales, movilización en las calles y trabajo comunitario, las resistencias se tejen como redes de esperanza. En un país que presume su riqueza natural pero permite que se subaste al mejor postor, defender las ballenas, las tortugas, los manglares y los corales es también defendernos a nosotros mismos.
A finales de año, en Belém do Pará, Brasil, América Latina será anfitriona de la COP30. Seremos el centro del debate climático mundial. ¿Cuál será nuestro legado? ¿El de una región que dijo ‘sí’ a megaproyectos coloniales disfrazados de inversión? ¿O el de una tierra que se atrevió a decir ‘no’ a un modelo que sacrifica la vida para engordar cuentas bancarias?
El Golfo de California nos está hablando. Y esta vez, no podemos darnos el lujo de no escuchar.