A orillas del lago Naivasha, en Kenia, el agua parece tragarse la vida: tapetes densos de lirio acuático bloquean la luz, cortan el oxígeno y arruinan la pesca, dejando a las comunidades sin sustento. Donde la mayoría vio un desastre de manual, Joseph Nguthiru —ingeniero y fundador de HyaPak— vio un doble filón: limpiar el ecosistema y golpear de paso a la dictadura del plástico desechable.
“Es la maleza acuática más invasora del mundo”, dice Nguthiru. “No sólo destruye ecosistemas, también frena el riego y eleva el riesgo de malaria”. Con esa urgencia como punto de partida, su startup convirtió el problema en materia prima: bolsas biodegradables para viveros que no se tiran… se siembran. Cuando se entierran, liberan nutrientes, aceleran el crecimiento y se integran al suelo sin rastro, borrando de un golpe el ciclo tóxico del plástico.
“Se siente como plástico, funciona como plástico… pero desaparece”, resume. La innovación ya rindió dividendos tangibles: más de 20 acres de lirio retirados del lago, fuentes de empleo local reactivadas y una hoja de ruta replicable para otras cuencas ahogadas por plantas invasoras. La ONU tomó nota: Nguthiru acaba de recibir el premio Young Champion of the Earth 2025 del Programa de Medio Ambiente.
Más que una anécdota verde, el caso revienta un mito cultural: contaminar es rentable y cuidar cuesta. HyaPak demuestra lo contrario —que hay valor en desmontar lo que daña— y que incluso desde un lago en sombra, con ciencia y terquedad, puede emerger un modelo que altera industrias enteras.
