Hay días en que parte de mi trabajo —y mi cariño por este país— me obliga a mirar los números sin el filtro de la ideología. Otros, en cambio, me llevan a compararlos con escenas de cine, no por frivolidad, sino por la extraña sensación de que la realidad mexicana a veces no necesita efectos especiales para parecer una película de terror.
Desde que Claudia Sheinbaum asumió la Presidencia en octubre de 2024, el gobierno ha insistido en una narrativa de mejora cuantificable en materia de seguridad pública. Las cifras oficiales del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) y las declaraciones del gabinete indican que el promedio diario de homicidios dolosos ha bajado aproximadamente de 87 a alrededor de 55 por día hacia finales de 2025, lo que representa una reducción en el orden del 32%–37% según distintos cortes de análisis gubernamentales.
A primera vista, las matemáticas parecen alentadoras: 27 o más vidas dejadas de perder cada día, como lo ha puesto el discurso oficial. Un logro que cualquier gestión consciente de derechos humanos, centrada en el valor intrínseco de cada vida, debería celebrar. Sin embargo, aquí es donde la comparación con Hollywood deja de ser sólo una analogía sociológica para convertirse en una advertencia moral.
Recordemos a John Wick, ese letal universo donde un ex-sicario se enfrenta a un ejército de enemigos: incluso allí, las muertes tienen un contexto, una coreografía narrativa, un propósito en la ficción. O piensa en It o Welcome to Derry, donde el terror sobrenatural se disfraza de payaso —una figura grotesca, sí— pero pura fantasía si la comparamos con lo que viven tantos mexicanos en regiones donde la violencia es estructural y cotidiana.
Ahora contrastemos: un promedio de más de 50 homicidios diarios todavía supera con creces el imaginario de peligro que nos venden muchas producciones de Hollywood. En un país sin guerra declarada, como destacaban análisis independientes, los números de homicidios diarios en México pueden rivalizar con zonas de conflicto cuando se traducen en vidas humanas arrebatadas sin un “guion” que lo justifique.
El discurso de “menos crimen” es legítimo si lo consideramos en términos porcentuales. Sin embargo, todavía estamos lejos de lo que cualquier sociedad medianamente segura consideraría aceptable. Y aquí entra otra variable que los números crudos no muestran: la percepción de inseguridad. Según datos de encuestas recientes, más del 60% de los mexicanos sigue sintiéndose inseguro en su vida diaria, un índice que no cae al mismo ritmo que los homicidios reportados.
Este desfase entre estadísticas y percepción no es menor. Porque no es lo mismo no morir violentamente que vivir con miedo constante de que te pase algo terrible. Muchos cineastas entienden esto mejor que los políticos: el miedo es más poderoso cuando se siente, no sólo cuando se cuantifica.
Y aquí está la paradoja central de este sexenio emergente: sí, hay una reducción numérica significativa en homicidios, lo cual es una buena noticia —y debe celebrarse con sobriedad—, pero aún estamos lejos del terreno donde una madre puede caminar por la calle sin revisar el entorno, donde un joven vuelve a su casa sin temer una emboscada, donde la violencia no es parte de la cotidianidad.
El reto de gobierno —y de la sociedad civil, de las empresas, de las familias— no es sólo bajar cifras, sino reconstruir confianza social, fortalecer justicia efectiva y atacar las causas profundas del crimen. Porque en México, a diferencia de una película —por más oscura que sea—, no hay subtítulos que avisen “corte de escena”.
Y mientras seguimos comparando la realidad con el celuloide, conviene recordar que la vida real no tiene segundas tomas. Aquí, cada número representa una historia, una familia, un futuro interrumpido. Y eso debería importarnos más que cualquier efecto cinematográfico.
